lunes, 19 de diciembre de 2011

El encuentro

-Ayer me encontré con mi violador. Yo iba bajando la escalera del banco cuando vi que él subía desde el otro extremo.

-¿Estás seguro, mi amor? Ha pasado ya mucho tiempo, más de 20 años, dijo su esposa consternada.

-Completamente seguro, ¿acaso tú crees que podría olvidar la cara de ese infeliz? ¡Nunca!

-¿Qué pasa mi hijito? Cuéntele a su mamá qué tiene, hace días que lo noto raro.
-¡Nada, mamá! ¡Déjeme, si no me pasa nada!

- ¿Entonces, hijo? Prosiga, dijo el cura mientras dibujaba una cruz en el aire a pocos centímetros de su rostro.

- Palidecí, ¡Dios mío! Sentí un frio en la espalda que me inmovilizó, como si un cubo de hielo la recorriera mi columna vertebral de extremo a extremo; mis oídos se abombaron y en mis sienes escuchaba el latido lento pu–pum, pu-pum, pu-pum; luego se aceleró, ¡Santo cielo! Cada vez más rápido y mi cabeza se acaloró de golpe. Mi ojo derecho comenzó a tiritar y a tiritar. ¡No!... gimió ahogando un grito desconsolado.

-Tranquilo hijo, el señor te acompañará y te dará fuerzas para superar este trago amargo. Recuerda que sólo Dios te puede reconfortar y dar la paz que buscas.

- Recordé mis súplicas, huevón, y mi llanto. Escuchaba al niño gimiendo aterrorizado dentro de mí. Al terminar esta frase bebió un largo sorbo de whisky y encendió su décimo cigarro. ¿Me entendí? Escuchaba al niño suplicando: ¡por favor, no!, ¡déjeme!, ¡por favor, déjeme! El peso adulto aplastando mi cuerpo, con una mano oscura me cubría la boca y con la otra me cargaba el cuello, aplastando mi cabeza en contra del suelo, y sentía su jadeo en mi nuca. ¡Tenía diez años, conchadesumadre!, ¡diez años!, ¡era un niño! Sentí su barba áspera en mi cuello y su lengua asquerosa e intrusa recorriendo mi oreja y mi cara, buscando mi boca. ¡Diez años, huevón! Tú… tú no sabes lo que es tener a un tipo lamiéndote la cara mientras te desgarra los calzoncillos. ¡No, no, no me vengas con que entiendes! Tú no sabes, no sabes lo que significa tener diez años y que un hijo de puta, un conchadesumadre, gire tu cuerpo, como si fueras un muñeco, y te haga enfrentarte a esos ojos siniestros, a esa cara deseosa, sonriente y perversa; y te meta sus dedos en la boca para callarte mientras corta con una cuchilla tu polera, que descienda por tu estómago, rozando con su lengua tu abdomen, y te chupa el pene; que meta en su boca grasienta y asquerosa tus testículos, mientras que las nauseas de los dedos que te ahogan, del asco de su piel, su lengua y su boca no te deja respirar... Tú, huevón, no sabes lo que es que un extraño te meta un dedo en el culo, mientras te lo está chupando. No sabes lo que estar ahí gruñendo ¡No, por favor!, ¡pare, señor!, mientras te penetra y crees que te vas a morir, crees que te partirá en dos; sientes que se te desgarra el cuerpo y que tus piernas flaquean, que te deshaces en lágrimas, en gritos ahogados por una mano de nicotina…

- …

- Tienes mala cara, señor, ¿otra vez el mismo sueño?

- Sí, es el mismo sueño que no me ha dejado dormir tranquilo hace años, doctora. En su rostro se pueden ver las ojeras marcadas producto del peso insomne de los años de pesadillas. En mi sueño había un rio o una laguna pequeña y sucia. Del agua aparecía un hipopótamo gris, enorme, aunque no el más grande de la manada, no sé por qué sabía eso si sólo veía a ese hipopótamo, y se dirigía a un sauce que estaba ubicado a unos 5 metros de la orilla. Al llegar al sauce el hipopótamo se comenzó a refregar en la corteza del árbol. Al cabo de unos minutos y al ver que no sucedía nada, empezó a morder el tronco con sus grandes colmillos, arrancando enormes trozos de madera que desparramaba a su alrededor, mientras el sauce tiritaba de dolor. Luego, como no tuvo efecto el refregarse ni el morder la corteza del sauce, este empezó a golpearlo; primero con su lomo y luego con su cabeza. Con cada arremetida caían del frondoso árbol ligeras hojas. Lo golpeó hasta que de la copa del sauce cayó un somnoliento avestruz junto con su enorme huevo blanco con pintas grises que estaba empollando. Al ver al avestruz, el hipopótamo dejó de azotar el sauce. Lo miró de soslayo y dibujó una sonrisa en su rostro. Dio un salto, una asombrosa invertida, que cubrió la distancia que los separaba, y que lo posó amablemente junto al avestruz. El ave y el mamífero se miraron de hito a hito, inspeccionando cautelosamente el cuerpo del otro animal, la curvatura de la espalda y el tamaño de las patas. En esta reflexión visual estaban hasta que el hipopótamo giró en 180º, golpeando con su lomo al avestruz, quien, por la fuerza del impacto, fue a parar de pico en uno de los agujeros que le había hecho el hipopótamo al sauce. El avestruz, estando en esa posición tan sugerente, fue asediado sigilosamente por atrás por el hipopótamo, quien se montó encima del avestruz y comenzó a sodomizarlo. Con cada arremetida del hipopótamo al avestruz se le caían plumas, que se mezclaban con las hojas del sauce que también temblaba, e iba soltando poco a poco su pico del tronco donde estaba atrapado. Ya con su pico en libertad giró su cabeza y miró horrorizado el espectáculo, fue por ello que recogió unas plumas y unas hojas de sauce y las posó, con la ternura y delicadeza que le permitía la situación, sobre el gran huevo blanco con pintas grises, para que no pasase frio ni viera lo que sucedía. A veces, doctora, yo era el hipopótamo y veía y sentía como él. Otras veces yo era el avestruz, y otras, también, el sauce.
Una vez a salvo su dignidad, el avestruz le dio un picotazo en la frente al hipopótamo con tanta fuerza que este cayó de espaldas y se arrastró un par de metros más allá, cerca del río. El avestruz se acercó, de una patada lo volteó y comenzó a sodomizarlo con violencia, mientras le clavaba el pico bajo la oreja izquierda, provocándole un dolor tal al hipopótamo que por poco se desmayó. El avestruz continuó arremetiendo y picoteando al hipopótamo hasta que escuchó un ruido de hojas, como un crujir de palos secos que se rompen y ambos, avestruz e hipopótamo, miraron sobresaltados en dirección al sauce, donde pudieron percibir que las hojas y las plumas que cubrían el gran huevo blanco con pintas grises se movían y en un, dos, por tres, ambos estaban de pie junto al bulto que crujía. De las hojas y las plumas, vieron extasiados cómo se asomaba un pico gris, de entre las resquebrajaduras del cascarón, que luchaba por romperlo y salir a la luz. Primero fue un pico gris, luego fue el cuerpo de un avestruz sin plumas, con patas de hipopótamo y de su trasero salía otra cabeza que tenía mi rostro.

- ¿Y qué fue lo que pasó luego, mi amor? Insistía su esposa

- Nos cruzamos en la escalera. Él subía y yo bajaba. Creo que no me había visto todavía. De pronto levantó la cabeza y posó en mí su mirada. Al comienzo fue como si no me hubiese conocido, fue una mirada ligera, rauda, sin interés. Luego, como si hubiera recordado quien era yo, me miró, primero sorprendido, casi con angustia, y, después de manera dura, como si en su mirada se leyeran atisbos de reprimenda y complicidad, en el momento en que una sonrisa maligna, una leve sonrisa perversa se le dibujó en los labios. Su mirada y su sonrisa le dieron un cariz paternal. Cuando estuvo a una distancia suficiente para poder decirme algo sin gritar y ser completamente oído, dijo: hola, pequeño, hace tiempo que no te veía. En un acto reflejo e involuntario respondí con un susurro visceral: hace mucho tiempo.

- Ha pasado mucho, pero mucho tiempo, compadre. ¿Qué hiciste en ese momento?

- Nada, no atiné a nada.

- ¿Y qué vas a hacer?

- No lo sé. Yo creo que nada, ¿qué puedo hacer?

viernes, 25 de noviembre de 2011

Disfraz

El fin de semana pasado viajé con Camila a ver a mis padres a Angol. Hace tiempo que no lo hacía y en cierta forma sentía la obligación de hacerlo. Mal que mal son mis viejos y me están pagando la Universidad. Pero no es solo por la plata por lo que viajé, sino porque los quiero muchísimo. A veces pienso que si mis viejos murieran yo moriría con ellos.

El problema de viajar a Angol es el viaje en sí mismo. Los buses interurbanos que se detienen en todos los pueblos que encuentran en el camino, las señoras de las tortillas de mariscos en Laraquete, el olor a orina del baño y, sobre todo, que nunca pongan películas en el bus.

La diferencia de esta vez es que iba con Camila quien iba a conocer a mis padres. Además, nunca había viajado tan al sur, pues conocía sólo hasta Concepción.

Cuando llegamos a mi casa, o la casa de mis padres, nos encontramos con la escena de que mi mamá aún estaba preparando el almuerzo. Nosotros veníamos con mucha hambre, la inactividad del viaje y la ansiedad por llegar pronto nos había abierto el apetito.

Nos instalamos en el living mientras mi mamá, algo nerviosa con la visita, entraba y salía de la cocina dividiendo su atención en nosotros, el almuerzo y la ropa sucia de la lavadora. En uno de sus trayectos nos trajo dos vasos de Coca-Cola con unas galletas y nos dijo que era “por mientras” que esperábamos el almuerzo.
Encontré a mi madre radiante mientras realizaba los quehaceres. Había pasado harto tiempo desde la última vez que fui, ¿quizá un mes y medio o quizá un poco más? No recordaba la hermosa sonrisa de mi madre ni su suave vaivén al andar. Esos detalles no los recordaba.

Camila, quien todavía estaba un poco tensa por la visita a mi casa, o a la casa de mis padres, miraba curiosa los objetos que habían en los muebles, en las repisas y en el modular. En un momento se puso de pié y caminó al modular caoba que funcionaba de guarda de los pocos libros que habían en la casa. Ella buscaba algo en particular, pasó el dedo índice por el lomo de todos los libros, uno por uno, hasta que se detuvo un minuto en El lector de Schlink, lo sacó de su lugar, leyó la contraportada y lo guardó en el mismo sitio. No era eso lo que buscaba. Imaginé en ese momento a Hanna Smith en el despacho del padre de Michael inspeccionando toda la biblioteca, libro por libro, con el índice levantado.

De pronto se detuvo, me miró son satisfacción y cierta malicia, y sacó un libro grueso de cubierta negra. Era el álbum de fotos familiar. De un salto se instaló lo más cómodamente posible en el sillón y lo abrió en la primera página. Yo le seguí, me senté a su lado, pasé mi brazo derecho por detrás de su espalda y la besé con ternura en la mejilla.

Estábamos sentados frente a un baúl de recuerdos, frente a la historia tipografiada que mantenía a los abuelos Efraín y Margarita con vida, juntos con la tía Ema, quien ahora vive en Mendoza con su nuevo esposo; y el tío Vicente que aparece conmigo en brazos. Me llamó la atención la cantidad de personas inmortalizadas en un solo lugar.

A medida que pasaba las páginas notaba cómo su rostro pasaba de un estado de expectación a una sonrisa burlona y desde ahí a una carcajada sonora, acompañada de un movimiento de cejas o de un abrir de par en par los ojos. Por ejemplo, cuando veía mis fotos de bebé ella sonreía tiernamente, achicando los ojos e inclinaba levemente la cabeza a la izquierda para pegarla a mi pecho; mientras que su mano libre se posaba suavemente sobre la mía. Al cambiar de foto o de página volvía a su postura y estado normal de expectación, de conocer los secretos de toda la familia. A su vez, yo miraba embobado y leía cada movimiento de su rostro y de sus manos.

Recuerdo que dijo que mi hermano Benjamín era bastante feo cuando guagua o que a mi tío Vicente se le notaba que no había tenido hijos aún, porque se le veía nervioso conmigo en brazos; o que mi abuelo Efraín era muy buen mozo cuando joven y que tenía cara de pícaro. Cuando iba a seguir con los comentarios de las fotos se detuvo en una particular. Era una bastante ridícula. En ella aparecía un niño de unos siete años de edad, apoyado en las protecciones de la casa, con balerinas blancas, con cara bobalicona y con un traje rojo con hombreras hacia arriba, como el que usaban las Paquitas, las bailarinas de la Xuxa en sus shows. Ese niño era yo.

Detestaba esa foto, pero mi mamá se empeñó en conservarla porque, según decía, esa era la única vez que había accedido a disfrazarme y que aquella vez lo había hecho de Peter Pan. Camila reía de buena gana con la foto y le causaba más risa aún mi expresión de fastidio que me producía la situación.

Mientras ella se seguía burlando de mí y diciendo que en realidad no me veía tan mal, que incluso tenía “buenas piernas” desde chiquitito, recordé que esa había sido la última vez que me he disfrazado en mi vida, me refiero a que nunca más me he puesto un traje y he representado a algún personaje. Creo que en la escuela, en una obra de teatro, tuve que representar a un búho y vestirme con plumas y pico. Salvo esas dos veces y considerando que la última fue una obra escolar, así que podría no contar, no me he vuelto a disfrazar. Desde ahí en adelante solo he sido yo. Un yo estudiante, un yo pololo, un yo amigo, un yo trabajador, un yo violento, un yo enamorado. El problema es que uso el mismo traje, el mío. Y es mi disfraz.

martes, 22 de noviembre de 2011

Niebla

¡Cállate! Yo estoy contando la historia. Siéntate y pon atención.

Tres Huevos

A las 5 de la tarde Gustavo y Felipe salieron de sus clases de literatura chilena. Se habían despedido en el paradero porque Gustavo iba a ir a tomar once donde Camila. Había sido un día largo y agotador, pensaba él mientras caminaba hacia la casa de ella. Lo que lo hacía más insoportable era la pequeña sala que usaban para el último ramo, donde se encerraba el calor de una manera infernal, pues no tenía ventilación por ningún lado. Estaban tomando el curso con relativa “normalidad”, como decía el profesor de literatura inglesa Silvio Smith, pese a la intermitencia de las clases, a los paros y las tomas por el conflicto estudiantil. Nadie estaba ajeno al conflicto, ni podía estarlo. En el campus se podía identificar a plena vista a los que apoyaban el movimiento y a los que lo reprochaban. En los primeros se podía ver en la mirada un brote de esperanza, como si su rostro se iluminara al saber que su vida está teniendo sentido y existe una finalidad que sobrepasa el mero proyecto individual. En los segundos se podía detectar una ligera mueca de desprecio en los labios en los momentos en que veían a sus compañeros preparar las pancartas o disponerse a marchar. Y estaban los otros, las personas como Gustavo, quienes estaban a favor y contra del movimiento, quienes se criticaban y menospreciaban por su actitud hipócrita y desleal, una especie de doble discurso miope y mediocre, al asistir a clases. Por un lado, estaba totalmente de acuerdo con la gratuidad de la educación y le parecía que valía la pena perder un semestre o un año, si fuese necesario, para salir airosos de esa lucha. Sin embargo, se encontraba atado de manos. Esta era ya la tercera carrera que estudiaba, había pasado por una Ingeniería y por Derecho para llegar a donde estaba ahora, en Literatura en la Universidad de Parque Deportivo de Concepción. La universidad, aunque pertenecía al consejo de rectores tenía aranceles altísimos, más baratos que una universidad privada, obviamente, pero un precio que no se podía ignorar.

Aparte del precio del arancel, que estaba cubierto en un 70% por el crédito Corfo, también Gustavo tenía que solventar otros gastos como: arriendo del departamento compartido, gastos comunes, internet, comida, pasajes a Angol, fotocopias, libros, cervezas, cigarros y condones. Sus padres le enviaban mensualmente dinero para costear los gastos imprescindibles, por lo que, Gustavo, se veía en la obligación de dividir su tiempo entre la universidad, los trabajos part-time, sus amigos y sus juergas, y Camila.

Los padres de Gustavo no se quejaban de los depósitos mensuales ni de las peticiones de dinero urgente a mediados de mes. A veces sí se quejaban de lo poco que viajaba a visitarlos. Tampoco se puede decir que los padres de Gustavo tuvieran mucho dinero, no. Ellos mantenían un pequeño negocio familiar heredado: Ferretería Salazar. El local era muy conocido y respetado en Angol. No los hacía ricos, pero les daba para vivir con holgura y para darse, de vez en cuando, uno que otro gusto.

Cuando murió su abuelo, Efraín, tuvo necesariamente que hacerse cargo de la ferretería su padre, ya que los demás hermanos se habían marchado a Santiago o a Valdivia para buscar mejores trabajos y universidades para sus hijos.

En el momento que José Luis, Pepe, como lo llamaban sus amigos, se hizo cargo de la ferretería esta pasaba por una crisis, debido a que uno de sus trabajadores llevaba meses robando madera, clavos y otros materiales con los cuales se estaba construyendo una casa pequeña para su familia. Pepe dijo cuando se enteró que si Rogelio, su trabajador, le hubiera pedido los materiales la historia hubiera sido distinta. Le hubiera ayudado a construir, dándole facilidades de pago, quizá descontándole por planillas o incluso le hubiera regalado gran parte de ellos. Él conocía muy bien a la señora Rosita y a los dos hijos de Rogelio: Pedro y Segundo; sin embargo, el robo y la traición que le había hecho a la familia Salazar, después de todos los años de trabajo, no tenía “perdón de Dios”. Siempre Pepe, cuando recordaba lo sucedido con Rogelio, repetía la misma frase: que eso “no tenía perdón de Dios”.

El caso es que luego de despedir a Rogelio el negocio comenzó a prosperar paulatinamente. Tuvieron que realizar un doble esfuerzo los primeros meses para suplir la ausencia de Rogelio, mientras buscaban a un reemplazo que fuera de confianza. Así que Don Pepe, con la ayuda de Fernanda, su esposa, se hicieron cargo del local.

En esa época Gustavo tenía 14 años y Benjamín, su hermano menor, estaba a punto de cumplir los 10.

Gustavo recordaba con nostalgia su casa paterna. De vez en cuando se sorprendía embobado con imágenes de su infancia y adolescencia. Por ejemplo, cada vez que cruzaba la plaza Santa Cruz, que estaba ubicada en el camino a la Universidad, a la altura de Cruz con San Marcos, veía un crecido arrayán y su corteza roja, y pensaba en cómo el árbol se encuentra desprovisto de piel y se defiende, con su cuerpo ensangrentado, al clima cambiante de esta ciudad del sur de Chile; recordaba, al ver el arrayán, sus paseos a la casa de su abuela Margarita, quien en su patio tenía instalada una hamaca que colgaba entre dos frondosos arrayanes y en el que se columpiaba en las tardes de verano. Sin embargo, el momento que traía a su cabeza más recuerdos de sus padres y su infancia era cuando tomaba desayuno u once. Cada vez que toma once, comida más regular que el desayuno, y prepara huevos –donde come dos o tres de ellos–, recuerda, con esa alegría triste que traen consigo las imágenes cómplices de una difícil y feliz niñez, que su madre racionalizaba la comida de tal forma que cada uno debía comer un huevo y como máximo dos hallullas. Solo a su padre, recordaba en estas ocasiones Gustavo, le servían un par de huevos fritos, que los hijos miraban con cierto deseo y desdén, pero que por miedo a una reprimenda o a que los mandaran a acostar temprano y sin poder ver televisión, no se atrevían a pedir ni emitir algún comentario de reproche o descontento.

Con estas cavilaciones saludó a Camila y esta le indicó que se sentara a la mesa porque ya iba con la once. Él instalado ya, ve como Camila sale de la cocina con la bandeja donde traía el pan, el termo azul y un par de tazones con sus platos y cucharas. Al acercarse ella le pregunta: Gustavo, ¿cuántos huevos quieres?, ¿Dos o tres? Tres, responde él, mientras se dibujaba en su rostro una sonrisa absorta e instantánea.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Deyanira, los nombres bien puestos

- Mira, ven. Acá aparece el significado de tu nombre.

El amigo deja la guitarra en la cama, camina hacia Gustavo, se posa justo atrás de la silla y, aguzando un poco la vista, lee:

- Felipe, de origen griego. Significa amigo de los caballos… ¿Amigos de los caballos? Si a mí me cargan el campo, los animales y las quintas de frutas.

- Las quintas de fruta, ¿por qué?

- Porque siempre hay chaquetas amarillas.

- ¡Ah!, a mí tampoco me gustan las chaquetas amarillas, una vez me picó una o, mejor dicho, me mordió. Creo que muerden esos bichos.

- Si, viejo, y son carnívoras. Recuerdo que en los asados familiares siempre andaban dando vueltas alrededor de las presas. Mi vieja, a quien también le molestan, andaba histérica con un matamoscas matándolas. Creo que compró ese matamoscas para matar solamente chaquetas amarillas en el verano, porque nunca la he visto matar una sola mosca. Quizá en vez de comprar el matamoscas como matamoscas debería comprarlo como mata chaquetas amarillas, quizá incluso le hagan descuento, qué se yo.

- Que eres tonto, Felipe. Las cosas llevan su nombre y punto, va en uno el uso que le dé. Sería poco productivo e innecesario tener un matamoscas y un mata-chaquetas-amarillas, como igual encuentro innecesario los limpia muebles y limpia ventanas, sabiendo que hay un producto que limpia todo junto. Es menos plata y menos frascos en el mueble de la cocina.
- Quizá tengas razón con eso de los nombres, aunque también puede ser que no quieran nombrar como mata-chaquetas-amarillas porque de por sí las chaquetas amarillas son intimidantes y comprar un instrumento que lleve su nombre puede causar miedo. No sé. Pero, sabes, me pregunto si mis viejos habrán sabido que Felipe significa “amigo de los caballos” cuando me nombraron así, yo creo que no, que no tenían idea, que solo me pusieron así porque un amigo buena onda o un actor de televisión o personaje público se llamaba así cuando nací. Porque si hubieran sabido lo que significa me hubieran llevado al campo, por último. Me hubieran hecho encariñarme con los animales, el campo y las quintas de fruta.

- Tienes razón, no creo que las elecciones de nombres de los viejos no pasen más allá de un simple gusto fonético o el gusto de la combinación de nombres. Yo me llamo Gustavo Adolfo, creo que hay un escritor que tenía ese nombre y no tengo idea que pueda significar.

- Te acuerdas de mi amiga que estudiaba literatura, una rubia bien santurrona.

- Mmm…

- Se llama Deyanira, a ver, búscala. A lo mejor su nombre tiene más sentido con su personalidad que el mío: Felipe el amigo de los caballos – y lanzó una gran carcajada.

- Acá está, Deyanira: nombre femenino de origen griego. Significa destructora de hombres.

La siguiente hora pasó entre risas y búsquedas de nombres en la web. Se acordaron de los nombres de los viejos amigos del colegio y veían si el significado de los nombres se asimilaba con el tipo de personalidad de ellos. A su vez, bromeaban con Deyanira, la destructora de hombres. Gustavo, riendo, decía que no había mucha diferencia entre destructora y devoradora, que ambos casos hacían tira a un hombre y, Felipe, concluía diciendo que quien se llame así debía ser como tonta en la cama.
Al rato Felipe se fue de la casa y Gustavo pensó en Deyanira nuevamente.

Primero, sonría al recordar las bromas de doble sentido en honor al nombre y pensaba que los padres de quien se llame así deberían estudiar o saber cómo están llamando a sus hijas y así evitar que cuando crezcan las agarren para el hueveo. Entre risas dijo en voz alta: Deyanira la destrozadora de hombres.
Gustavo fue al baño a lavarse los dientes. Eran casi las 7:00 pm y tenía que juntarse con Camila, su polola, para ir a ver una obra, que a ambos les gustaba, al teatro. Todavía quedaba tiempo, la función empezaba a las 7:30 y el teatro quedaba a unas tres cuadras de su departamento. Así que salió del baño, se cambió los short por unos jeans y se puso sus zapatillas Cat. Sintió una leve molestia en el hombro izquierdo al momento de agacharse a abrochar los cordones. Su cuerpo daba señales de que algo andaba mal. Suena el celular.

-Hola, mi amor.

- ¡Hola!, ¿Estás lista para ir a la función?

- Me falta un poco todavía. Tuve un día horrible. Al jefe se le ocurrió a última hora hacer una reunión de personal para organizar los turnos de navidad y año nuevo. No ves que esta empresa no cierra ni para el día del trabajador. El viejo este, el muy sin vergüenza, nos llamó cuando faltaban diez minutos y tu sabes, como te he contado antes, al viejo le gusta hablar y hablar, y darse importancia. Como si a una le importara el montón de huevadas que dice: que la empresa está surgiendo favorablemente; que las utilidades de noviembre han superado en un 12% al mismo mes del año anterior; que el incremento de utilidades se debe específicamente por el desempeño del personal que encanta a los clientes; que está muy conforme con el grupo humano que mantiene en su empresa, recalcando siempre el buen ojo que tuvo al seleccionarlos personalmente; que considera a la empresa y a sus empleados como su segunda familia; y un montón de palabras más que dan vuelta en lo mismo. Si tanto nos quiere y le va tan bien, por último que nos suba el sueldo o que de vez en cuando nos tire un bono de incentivo. Pero no, ¡cómo se te ocurre!. Tira toda su mierda de palabrería para reafirmar nuestro compromiso y lealtad con la empresa, para que nos pongamos de acuerdo –para esto nos dio de plazo una semana– de cómo íbamos a distribuir los turnos de navidad y año nuevo. Y luego añade que si no llegamos a acuerdo él mismo designará al azar. El viejo muy cara de raja. Y seguro que la Catalina, esa pendeja caliente que le mueve el culo, no va a tener turno ninguno de esos días… tú la conoces, la que anda siempre muy escotada y con su sonrisita de: ¡hola jefecito, soy muy santita! Y con su carita de métemelo. Me estay escuchando, ¿cierto?

- Sí, la Cata. Mojigata la mina.

- Cínica, caliente y traidora. No sabes lo última que supe. Hoy me contaron que la muy puta se metió con el ex de la Sofía. ¡La Sofi¡ quien es un pan de Dios, tú la conoces. Bueno, es el ex, pero ni tanto, estaban en etapa de volver. Ella, enamorada hasta las patas de él y al muy jetón se le ocurre ir a la fiesta en la casa del Pancho el sábado pasado y agarrarse a la Cata. Nosotros no fuimos porque viajamos a ver a tus viejos a Angol.

Mira, lo que pasó fue que ahí andaba la Sofi con el Enzo, estaban de lo más bien bailando y tomándose unos tragos. Tranquilos, contentos. De vez en cuando agarraban. Esto me lo contó la Maura, pero no le digas nada a la Sofía, sé que es tu amiga también, pero ella no sabe que yo sé ni menos que te conté nada. El caso es que como a las 3 am la Sofi se fue a acostar. Estaba súper cansada, le había tocado el turno largo de 8 horas y se había levantado temprano a clases, aparte de eso que después de cuatro piscolas a cualquiera le da sueño. El Enzo quería seguir carretiando, ya estaba medio curado –según me contó el Cristian hoy– y se quedó con los chicos en el living.

Pasaron como 30 minutos y llega la Cata con su amiga Virginia. Par de maracas, no más. La Cata sabía que el Enzo y la Sofi estaban en etapa de volver, tres años de pololeo no se tiran por la borda así como así. Sabía también que ella estaba enamorada del Enzo, pero aún así se lo agarró. Esperó que estuviera un poco más curado, bailaron un rato y se lo agarró. Y no fueron besitos y abrazos no más. ¡No, cómo se te ocurre! Si la Cata es maraca profesional y con todas sus letras. Me dijo el Pancho que la Cata se come los completos arrodillada, pero no entendí a qué se refería. Sucede que esta mina agarró al pobre Enzo, quien no sé cómo se mantenía en pie, la Maura me contó que estaba raja de curado, y se lo llevó al baño, donde se encerraron como una hora, más o menos. Menos mal que en la casa del Pancho hay varios baños. Cuando salieron tenían las poleras empapadas, el pelo revuelto y ella se reía mucho. Él tenía un chupón en el cuello, ¿te imaginas eso? Los chupones los hacen las putas de calle. El Enzo, muy tonto él, pero igual me cae bien, salió del baño y no se daba cuenta de su pinta: la polera mojada, el pelo desordenado, el chupón en el cuello y el cierre abierto. Muy maraca la Cata. Es regia la hueona, pero puta como ella sola. Eso no es nada, ¿sabes lo que me dijo el Pancho? Que había encontrado en la tina dos condones usados, la cortina del baño desgarrada y escondida dentro de la taza del baño, y el espejo quebrado. Caliente y, para más remate, bruta la hueona…
Mi amor, se escucha eco por el parlante, ¿dónde estás?

- Afuera, ábreme la puerta.

lunes, 15 de agosto de 2011

7:12 am

Son las 7:12 am y es lunes, feriado. No hay nadie conectado a la web, ningún amigo madruga los lunes feriados.

Llegué hace poco del aeropuerto. Fui a dejar a mi hermano porque, como creo habértelo mencionado antes, trabaja de programador para una empresa de software de Santiago. Él se tituló de ingeniero civil electrónico y ejerce de informático. Me pregunto: ¿De qué ejerceré yo?

Desperté a las 5:50 am por la llamada de Francisco –mi hermano– quien me dijo: en diez minutos te paso a buscar. Intenté creer que todo eso era un sueño, me di media vuelta y dormité unos segundos, hasta que la alarma de mi teléfono móvil me recordó mis obligaciones y mis compromisos. ¿No sé si es más real despertar o seguir durmiendo?

Despreciando el frio, las mañanas son hermosas, puedes ver el cielo con sus diversos brotes de luz que se escapan por entre las nubes. No creo que llueva porque hace demasiado frio. Desde mi ventana puedo ver la transformación del cielo desde un azul oscuro, ennegrecido, hacia reverberaciones celestes y grises. El clima se esfuerza en recordar que es invierno y que esto es Concepción.

Los lunes feriados la gente no trabaja y los domingos previos a los lunes feriados la gente no ‘carretea’, no hasta las 6:00 de la mañana, por lo menos, no en este barrio; ni deambula por las calles. El frio corta la cara como una navaja.

El regreso solitario desde el aeropuerto fue exquisito. Conduje lentamente, alternando la vista entre el retrovisor izquierdo y el retrovisor central, a la vez que entre la ventana izquierda y la ventana central.

Por los retrovisores pude ver a un lento e inseguro Toyota Corolla blanco con las luces apagadas. Me resulta incómodo ver un auto sin luces en la autopista y siento impotencia al no poder prevenirle. Si él fuera adelante mío al menos le haría cambio de luces, pero está atrás, siguiéndome el paso desde el lugar oscuro de la carretera –sé que avanza pero da la impresión que flotara siempre a una misma distancia del auto que conduzco– en una mañana que despierta de la zozobra y del frio. En esos momentos cuando analizaba la manera de cómo hacerle saber al conductor del auto blanco que efectivamente iba sin luces, conducía por la pista rápida e intercambiaba la mirada entre el enigmático y porfiado auto blanco, la ventana izquierda y la ventana frontal.

Mientras veía por los retrovisores el auto blanco, oteaba por la ventana izquierda donde podía ver el gran sitio eriazo –quizás corresponde a una gran huerta– que se divide por la carretera que une Talcahuano, Penco y Concepción. Creo que se llama la carretera inter-portuaria. En esos momentos percibía la belleza del prado verde humedecido por el rocío mañanero. Observé sectores emblanquecidos por las heladas y que, al descongelarse con los primeros ribetes de sol, acentuaban el color verde brillante del pasto.

Un cambio de luces me trajo de vuelta de mis cavilaciones y me cambié a la pista derecha.

El paisaje, visto a través de la ventana frontal, despertaba lentamente y a regañadientes. Un par de gaviotas –efectivamente eran dos– sorteaban el vuelo en dirección a Talcahuano y un perro callejero blanco cruzó el camino. Conduje lento, no superando los 60 km/hrs., porque quería disfrutar la calma y la magia del amanecer y, porque quería que el Corolla blanco me adelantara para poder hacerle cambio de luces. En un momento pensé virar en el Mall hacia Concepción y subir al Cerro la Virgen a observar el amanecer. Lo pensé solamente, en ese caso el frio no se pudo despreciar.

Los pasos de niveles y el puente ‘nuevo’ me daban la bienvenida. Los saludaba absorto y concentrado en el trabajo incesante y coordinado de mirar por los retrovisores, la ventana izquierda y la ventana frontal. A medida que avanzaba el camino me saludaba, redescubría en él los árboles, la tierra, las casas que siempre han llamado la atención, los semáforos. Sentía que la ciudad despertaba y empezaba a funcionar incluso un lunes feriado en la mañana. Esta sensación me llenó de ánimo y energía, y me propuse que al llegar a mi casa prepararía café, unas tostadas, subiría a mi habitación y haría cosas productivas: quizás leer o quizás continuar escribiendo el cuento del ‘café’.

Queda claro que existe una distancia enorme entre lo dicho y el hecho, puesto que los impulsos o intentos productivos pueden ser boicoteados por el frio mañanero y la pereza de llenar el hervidor y esperar.

El caso es que estoy en mi cama, utilizando los últimos atisbos de decisión y energía para convencerme a tomar un libro y leerlo, o para sentarme a escribir. No leeré, menos ahora que soy miope; y no escribiré, no se me ocurre qué. Creo que adoptaré la cara del ‘meme’ de Yao Ming frente a la posibilidad de hacer algo productivo y me acostaré. Buenos Días.

miércoles, 20 de abril de 2011

Mano de monja


- Mi amor, no se olvide que el próximo viernes tiene hora al médico, tiene que ir a vacunarse. No se vaya a olvidar. Anote por ahí: 22 de abril, médico.

- Sí, mamá, si sé… ¿y a qué hora es?

- Vio que no se acuerda de nada, por eso le digo que lo anote. Todo el día con la cabeza en la luna, pensando en ese niñito, el Patricio…

- ¡Mamá! –gritó.

- Bueno, ya. Dejaré tranquilo al “Patito”. Anote por ahí que es a las 17:00 hrs…. A las cinco de la tarde mi‘jita. Entonces llega del colegio, se cambia de ropa y nos vamos, ¿le parece?

-Sí, mamá – dijo resignada y molesta.

Mamá e hija entraron a la consulta. Úrsula, tomó fuerte del brazo a su madre para recibir el apoyo necesario. Nunca le han gustado las clínicas – pensó.

Después de unos minutos en la sala de espera, la secretaria las hizo pasar a una pequeña sala blanca y reluciente. En ese instante apareció, por detrás de una cortinilla celeste, una enfermera de mediana edad –debe tener la edad de mi mamá –pensó Úrsula– algo ‘rellenita’, de cara lozana y mejillas sonrojadas, quien saludó afectuosamente a mi madre. En su figura se concentraban todas las cualidades que producen confianza y dan la imagen de amabilidad a una enfermera. Sin embargo, de su mirada se percibía un brillo siniestro. Quizás era sólo el miedo que le causaban las clínicas o la sensación escalofriante de ver una aguja o la incomodidad de que año tras año, todos los otoños, debía inyectarse para prevenir la influenza.

- No se ponga nerviosa, mi’jita. –dijo la enfermera mientras esbozaba una hermosa sonrisa blanca, que relucía más por la habitación, su delantal y su tez.

-No, si no estoy nerviosa. Esto de vacunarse todos los años hace que uno lo haga y no se dé ni cuenta. Es como ir a comprar pan. –Mintió. Sin embargo la presencia de la enfermera la había tranquilizado por completo.

- Esa es mi hija, igual a la madre. Porque si hubiera salido a, Cristóbal, ¡uf! Ya hubiese salido corriendo… Además, no tiene de qué preocuparse, Ursulita. La enfermera que usted ve aquí la conozco hace años, la conozco –se detuvo para hacer memoria– desde la época del liceo de monjas donde estudiamos juntas. No se preocupe de nada, Paula la tratará como a una hija, es suavecita y, como todos dicen, tiene “mano de monja”.

-¿Qué? –dijo la niña mientras su rostro palidecía y se desfiguraba. Asustada levantó un poco la mirada y vio aquellos ojos siniestros de la mujer a quien se debía entregar.